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Un bar restaurante en ;Malasaña con cocina fusión

Una entrada muy discreta entre tantas tascas y bares de la calle del Pez, corazón de Malasaña, un comedor pequeño con una decoración tan modesta y minimalista que ni se nota: todo para pasar inadvertido. El cartelito pone Lartisan, y es el tipo de sitio donde se entra por uno de dos motivos: o por pura casualidad o porque se ha leído algo curioso sobre él que incita a conocerlo, y ése fue nuestro caso.

La historia de este bar-restaurante nace con dos personas del mundo de la empresa, la belga de origen coreano Fabienne Ferauge y el austríaco Roland Zelina, que se conocen en España y descubren su común afición a la gastronomía y a las cocinas de todo el mundo, porque han viajado mucho y ella tenía la vocación de cocinera desde siempre, y como buen producto de una mezcla de culturas, la fusión la apasionaba. Además nos dicen que de pequeña siempre estaba en la cocina con su madre disfrutando y aprendiendo de este arte. Así que los dos decidieron convertir su pasión en una casa de comidas, de cuya dirección culinaria se hace cargo Fabienne, y en la que procuraron aunar sencillez y buen ambiente relajado.

Lo que más nos llamó la atención es que en Lartisan ofrecen un brunch todos los días, no sólo los fines de semana, de finales de mañana a las 3 de la tarde. También hay una carta separada -aunque se puede pedir de ambas- de platos más consistentes para almuerzos y cenas. Todo ello, con una dosis descarada y desafiante, incluso para estos tiempos, de fusión de elementos europeos, asiáticos e iberoamericanos. Además, hay tardeo, cócteles, música…

Para otra mañana hemos dejado la amplia oferta de brunch -desde los huevos Benedict con salsa holandesa al curry en berenjena asada hasta la shakshuka israelí de col crespa, garbanzos, tomates y huevo frito con frutos secos- y nos hemos centrado en la bien variada carta de comida y cena. De entrantes, unas gyozas -la empanadillita japonesa, en este caso frita, también llamada jiaozi en China- rellenas de langostinos con una salsa, potente, de curry rojo. La combinación funciona muy bien. También unas sardinas ahumadas con tomate y un salpicón de chiles jalapeños, picantón, pero no excesivo hasta el punto que alcanza a veces en restaurantes mexicanos.

De platos principales probamos un guiso de buey en shermula, típica salsa del Magreb, en este caso sobre una base de hummus de aceitunas de Kalamata, cilantro y chutney de berenjenas. Sabroso y a la vez sorprendentemente ligero, como todo lo que probamos. Y, para original, el bennylanka, nuevo plato en la carta, inspirado en Sri Lanka, con coco en sambal (recién rallado) casero, beicon, huevo pochado, hoja de curry fresca, lima y salsa asiática de cinco especias. Suena exótico y lo es, pero sobre todo es sabroso.

También casera es la tarta de queso, ésta absolutamente clásica pero de un nivel que entusiasmaría hasta en Nueva York, y muy clásica y fresca la tarta de limón con merengue. Los postres dejan de lado la fusión, y agregan variedad.

La cerveza y los múltiples cócteles dominan, sin duda porque esta tasca con horarios amplísimos ofrece un prolongado happy hour. Para quien quiera comer con vino -ya saben, esa costumbre de aquí, no de fusión- ofrecen una lista cortita, sin duda demasiado corta, que merecería una ampliación. Además, las copas de vidrio más bien grueso, son de taberna barata y no de una buena casa. Otro detalle que mejorar.

Eso sí, los vinos son de productores pequeños, poco conocidos, a tono con el aire sorprendente que aquí se pretende. Así que descubrimos un blanco de godello y treixadura ligero y muy bebible, pero sin añada ni indicación geográfica alguna en la etiqueta y la única mención de que está producido en Orense para una empresa sita en Murcia y con amplia actividad distribuidora en Estados Unidos, Sinner Wine. Pues vale…

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